miércoles, 22 de junio de 2011

Alejandra Pizarnik, gran poeta argentina…


«Alejandra Pizarnik» nació en Buenos Aires, el 29 de Abril de 1936, en una familia de inmigrantes de Europa oriental. Estudió filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires y, más tarde, pintura con Juan Batlle Planas.
Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista «Cuadernos» y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé, e Yves Bonnefoy, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona.
Luego de su retorno a Buenos Aires, Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes, «Los trabajos y las noches», «Extracción de la piedra de locura» y «El infierno musical», así como su trabajo en prosa «La condesa sangrienta». En 1969 recibió una beca Guggenheim, y en 1971 una Fullbright.
Su último año en este mundo fue tras los sórdidos muros de un hospital psiquiátrico. Cinco meses angustiantes pasaron hasta que finalmente consiguió unos días de alivio bajo el sol, un 25 de septiembre de 1972, mientras pasaba un fin de semana fuera de la clínica siquiátrica donde estaba internada. Algunos dirán que allí se quitó la vida con una sobredosis de seconal.
Nosotros diremos que se suicidó en libertad.

«A la espera de la oscuridad»
Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos

«Exilio»
Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?

Siniestro delirio amar a una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.

«El Miedo»
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tu del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.

«Más allá del olvido»
alguna vez de un costado de la luna
verás caer los besos que brillan en mí
las sombras sonreirán altivas
luciendo el secreto que gime vagando
vendrán las hojas impávidas que
algún día fueron lo que mis ojos
vendrán las mustias fragancias que
innatas descendieron del alado son
vendrán las rojas alegrías que
burbujean intensas en el sol que
redondea las armonías equidistantes en
el humo danzante de la pipa de mi amor

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